lunes, 22 de febrero de 2010

El rey de la triste felicidad

Esperaba más que el vacio, esperaba la nada. Sus errores eran ya moneda corriente y no quería más ese peso muerto en sus hombros.
Su camino estaba lejos de ser intransitable. Y cargaba con el hecho de ser consciente de eso.
Se encontraba en su eje sólo por momentos, cuando la vida aparecía ante sus ojos. En esos lapsos su verdad se extendía inalcanzable, el tiempo se doblaba y su corazón se inundaba.
Sabía en el fondo que sólo él era la barrera que contenía tal cumulo de sensaciones. Las apresaba e inutilizaba. En ese momento los sentidos servían nada más que para recordar otros tiempos, en donde la diversión era simplemente vivir.
Aquella época en que los miedos eran efímeros. Tanto así como los ratos de tristeza.
De cuando en cuando un fantasma, fiel intruso, se inmiscuía en sus planes, arruinándolos.
Pero el precio de un partido perdido era tan simple como la moneda de menor valor.
Sentía que para mucho de su rutina, el fin estaba al doblar la esquina. Y sobre todo entendía que el pasado era constante, el presente esquivo y el futuro imposible.
No podía negar que no hay mayor culpable que aquel que quiere serlo. Y ese era un grupo al cual no quería pertenecer. Pero por más que intentaba, el presente seguía igual de impenetrable y probablemente el futuro seguiría igual de improbable.
Quería llevarla lejos y ahí llenar su ocaso, reencontrarse en la senda y destruir aquellos fantasmas. Quería correr, sentir el viento en su cara y ningún otro sonido más que el de la velocidad.
Posiblemente sí se trataba de cumplir deseos, hasta el más benévolo de los genios fracasaría en cumplirlo. Su Dios no jugaba con dados pero si ajedrez, y era este pobre imbécil quien hacía las veces de peón. Conocía los movimientos de la reina, de los alfiles, hasta la de los caballos, pero no podía lograrlos. Era esclavo de su propio ser.
Un pobre lacayo de las debilidades más mundanas. Preso de una maquinaria opresora.
Pero como verán, entre tantas excusas se esconden sólo verdades. De que su estupidez era esclava de su desconfianza. Su falta de voluntad de los miedos. Y su felicidad de su tristeza.
Y no existe tal estado de consciencia que puede romper esas cadenas y liberar al inservible de su servidumbre.
Lamentablemente, en este mundo, si no te apresuras a romper los límites, probablemente termines siendo un convencido solitario.