jueves, 21 de enero de 2010

Y que más

Dijo algún filósofo: “No juzguéis o seréis juzgado. Es lo que intenté y logré hacer. Pero hoy, y en retrospectiva, debo decir que lo mejor hubiera sido escuchar a ese juez interior. Lo más triste no es la historia en sí, sino el hecho de asumir tamaña ilusión, truncada en su dura base de quebracho. Destruir esos abrazos y mimos que nunca serán dados. Dejar huérfano a estas miradas, estos besos que merecen el destino de un mejor camino.
Es aún más complicado juzgarte hoy, que te conozco menos que antes de conocerte. Terrible es para mí entender que fui ese ciego, el que no quiere ver.
Dijo también aquél filósofo: “Pon siempre la otra mejilla”, y que difícil es para mí cumplirlo si mis mejillas están hoy en tus labios y tus besos fueron mi última semilla.
Sólo espero, mi desesperada amada, que el camino puedas retomar y dejes de ser aquella a quién ya dejé de reclamar.

domingo, 17 de enero de 2010

Un susurro nada especial

Se encontraba otra vez sentado frente al monitor. Las ideas no llegaban. Parecía que su inspiración se había transformado en un ente, que sólo aparecía en fugaces momentos. Y en esos lapsos nada en limpio podía sacar.
Su frustración venía en aumento y su felicidad parecía un triste degrade. Sin embargo no era la inspiración su principal problema.
Estaba atrapado entre muros que clamaban por su presencia y reclamaban su participación.
Desde un principio supo que en ese juego nadie ganaba, y fue en ese momento que descubrió que la ruta de escape, o mejor dicho su escudo ante este juego, era la escritura.
De chico su escapismo era, como la normalidad de todo niño lo indica, la imaginación. Tomaba cualquier elemento y lo convertía en una historia. Podía así estar horas y desaparecer de la realidad que le tocaba vivir.
Sabía que en algún momento el escudo podría fallar, pero no esperaba que sea en ese momento, cuando más lo necesitaba. Y como él, todos sabemos que el destino es a la vida lo que la fe es a la religión.
Sin más caminos, maniatado por su reciente fatalidad, sin disponer de otra mejilla, cerró su PC, dejó su té a medio tomar y salió a la vereda. Su inspiración había vuelto: acababa de descubrir que no hay mejor escudo que la pura desnudez.